Esconder la cara
- Por: Santiago Rodas
- 27 oct 2015
- 3 Min. de lectura
“Un escritor de paredes es como un pirómano, tiene que quedarse cerca para disfrutar de lo que ha hecho”, Pérez Reverte.
El 26 de enero de 1984, El Santo, tal vez el más famoso de los luchadores de México, anunciaba su retiro en un programa de tv. Mientras era entrevistado sobre sus anécdotas de toda una vida en la lucha libre, mostró su rostro por algunos segundos, el rostro de Rodolfo Guzmán Huerta, luego se puso de nuevo la máscara y continuó la entrevista como si nada hubiera pasado. Se descubría el rostro de un viejo cansado y se moría una leyenda formada con los años.
En los últimos 5 años en Medellín ha crecido el número de personas que pintan en la calle. Graffitti, arte callejero, vandalismo, lettering, arte guerrilla o cualquier manifestación que se haga en el espacio público (y privado). Este incremento también se ve reflejado en el número de piezas que cada vez más ocupan los espacios de la ciudad. La aceptación de la gente también aumenta —siempre y cuando sea bonito o tenga algún mensaje y se haga en un lugar adecuado—. Dicen muchos. La Alcaldía apoya procesos y pone muros a disposición en consecuencia de este aumento de jóvenes qué gastan sus noches y su pintura en esta práctica. En la ciudad hay cerca de 250 graffiteros, 100 de ellos más o menos con una actividad regular en la calle. 250 jóvenes que no tienen cara, por decisión.
La unidad mínima del graffiti se llama tag, que es la firma, la seña de cada graffitero. Casi siempre es un dibujo simple, rápido y fácil de repetir. Hay miles de estas marcas en la calle. Un conejo enmascarado, un insecto hecho de círculos, un ratón de tres líneas. Seguramente hemos visto muchas veces una misma marca en diferentes lugares y lo más seguro es que desconozcamos quién las hizo. Ese rostro callejero o tag oculta el rostro de cada joven, tal vez lo protege, tal vez es el rostro que le gustaría tener, tal vez es su forma de llamar la atención, tal vez sea su máscara. “El que lleva una máscara se siente mucho más valiente”, dice David Wiles.
El rostro se oculta, en primera medida, porque lo que se hace en la calle es ilegal, en segunda medida porque el graffiti por “regla” es anónimo así tenga la firma de alguien, en tercera medida, se oculta el rostro porque se propone un juego de máscaras, los grafiteros se reconocen por sus firmas, saben qué lugares frecuenta tal o cual por las migas de pan con tinta que han dejado en la calle. Es una escritura sutil y tosca, un lenguaje dentro de otro lenguaje donde no importa el rostro, ni el trabajo, ni el lugar donde se viva. Mientras más firmas tenga un graffitero en la ciudad es más reconocido por su trabajo, pero su rostro permanece oculto, puede ser cualquiera, que incluso en algún momento uno se cruza por la calle.
En uno de los últimos libros de Pérez Reverte, El francotirador Paciente. Hay un personaje, Sniper, que es buscado por una cazadora de artistas, una periodista llamada Lex, su objetivo es editar un libro sobre la obra del “artista callejero”. La mujer emprende la búsqueda de un fantasma, pues Sniper nunca ha sido visto en público y no hay registro alguno de sus rasgos. Tan sólo tiene la calle para buscarlo, sus firmas se vuelven un mapa para seguir su pista. En una de las conversaciones de Lex con las personas que le ayudan a seguir al graffitero, ella cae en cuenta que mientras más oculto Sniper es más interesante y paradójicamente más famoso; desenmascararlo sería desmitificarlo. Volverlo cualquiera.
En el momento en que el graffiti tenga un rostro claro y concreto se perderá algo de la magia, pues se reconocerá a los hombres y no su trabajo silencioso. Así las cosas, los graffiteros esconden la cara, también por fidelidad al mito, al misterio de no ser nadie. Algo así como si la luz pública fuera Polifemo que agarra a Ulises graffitero y le pregunta, ¿quién eres tú? A lo que Ulises responde “Yo soy nadie”. Con una máscara de lucha libre que oculta su rostro.

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